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"En Mali, las cosas, incluso las más simples, funcionan de forma diferente"

"En Mali, las cosas, incluso las más simples, funcionan de forma diferente"

June 15, 2012

  • Miquel Iglesias, ingeniero de Grifols

En mi país, las personas nos saludamos con un simple "buenos días", "buenas tardes" o "buenas noches", según corresponda, y como mucho añadimos un "¿qué tal?". ¿No os pasa que quedáis con los amigos para tomar una cerveza en cualquier terracita y no hacéis ningún tipo de saludo ritual?, simplemente entráis en materia. Pues bien, en Bamako el ritual del saludo es algo más que un simple "buenos días". En el primer viaje nos esperaban en el aeropuerto el Dr. Boré, director del centro, el Sr. Benoît, presidente de la Mutuelle, y el Sr. Mariko, alcalde del quartier. El saludo fue bastante extenso, pero pensamos que formaba parte de la cortesía y las ganas de quedar bien. Sin embargo, al día siguiente, cuando entramos en el centro, volvió a preguntarnos uno a uno: "buenos días, ¿qué tal? ¿Has dormido bien? ¿Has descansado? ¿Qué tal tus padres? ¿Están bien? ¿La mujer bien? ¿Tus hijos qué tal? ¿Cómo estás de salud?" En este momento empiezas a intuir que estás en un país diferente y que las cosas, incluso las más simples, funcionan de forma diferente.

En las escuelas de negocios nos enseñan que todo proyecto debe tener una misión, que es necesario definir el objetivo para no perderse en el camino. En mi caso, la Fundación Probitas me encargó la gestión del proyecto de reforma del laboratorio de análisis clínicos del centro de salud Valentín de Pablo, ubicado en la capital de Mali, Bamako, y gestionado por la fundación Mutuelle Benkhan.

Cuando llegamos al centro, nos encontramos con un centro plenamente operativo, privado, gestionado íntegramente por una fundación local constituida por personas del entorno inmediato del barrio. El centro constituye una excepción al modelo de salud implantado por el estado de Mali, que, como en nuestro país, se gestiona de forma pública. En el barrio Téléphone Sans Fils (TSF) los recursos de la población son escasos; basta con dar una vuelta por el barrio para convencerse de que no es el lugar más rico de la capital. No obstante, está bien situado, a una distancia prudencial del río Níger y próximo a las nuevas áreas de negocio y a otros barrios más ricos.

En este entorno sorprende pensar que pueda haber un barrio desatendido por los servicios públicos, pero la realidad queda patente. Y así nace la fundación Mutuelle Benkhan, fruto de una iniciativa de barrio tomada por los propios vecinos, que sienten la necesidad de estar mejor atendidos. Con la ayuda de otra fundación española construyeron el edificio en el que nos encontramos: una construcción sencilla y funcional de una sola planta, dividida en diferentes estancias y vertebrada en torno a un patio central que es el eje de todo lo que pasa en el centro. En Bamako no se puede entender el modus vivendi sin entender que las cosas suceden en la calle.

Permitidme que haga un paréntesis y os explique las campañas de vacunación. Cada martes se llevan a cabo las campañas de vacunación infantil en el centro. Todavía se me pone la piel de gallina cuando pienso en esa cola de niñas madres, con sus bebés, esperando el turno para que les vacunen. ¡¡¡Qué chiquillos más hermosos!!! Después de todos los viajes, y por mucho calor que haga, me encanta pasar la mañana del martes en el centro, en el patio, viendo desfilar a los niños para ponerse la vacuna de turno. Un día toca a los más pequeños, los recién nacidos, y otro a los adolescentes. A pesar de la escasez de recursos, me gusta no ver muchos casos de desnutrición, y me gusta ver cómo las jovencísimas madres, algunas de sólo 15 años, cuidan de sus hijos con la misma ternura que lo hacemos aquí. Si nunca antes has estado en una situación como ésta es fácil que te pase como a mí, que le preguntes a una de estas jovencísimas madres por su hermano y te conteste: ¿hermano? ¿Qué hermano? ¡Es mi hijo!

Pues bien, todo esto pasa en la calle, al amparo de una pequeña cubierta de chapa ondulada, bajo un sol de justicia y con la única ayuda de un cansado ventilador de techo que hace lo que puede para ahuyentar el calor. Como ingeniero, si llegas con la mentalidad europea donde la mayor parte de nuestras vidas transcurre a cubierto, y especialmente en todos los ámbitos relacionados con la sanidad, no puedes evitar querer cambiar el uso del edificio, adaptarlo a nuestros criterios. Pero si mantienes la mente abierta y te detienes a ver el funcionamiento del centro, al final acabas comprendiendo que quien no ha entendido nada eres tú y que el patio es lo mejor del centro. Y si te quedas por la noche a charlar, te das cuenta de que no sólo es un espacio para vacunar a los niños, sino que también es una especie de centro social y punto de encuentro de los jóvenes del barrio, que es el punto de reunión de la asamblea de barrio donde se toman las decisiones que afectan al funcionamiento de la comunidad y donde los ancianos aportan su saber.

Así eran las cosas, no era necesario cambiar nada, sólo adaptar lo que había. Hemos unido dos pequeñas salas para construir un laboratorio más grande, lo hemos embaldosado para que pueda limpiarse más fácilmente, lo hemos pintado de blanco para mejorar las condiciones de luminosidad, hemos cambiado las cerraduras para intentar mantener el polvo controlado y hemos dotado al laboratorio con aparatos más modernos para llevar a cabo los análisis clínicos básicos que, con la ayuda de Joan, hemos creído que mejorarían el diagnóstico de las enfermedades más comunes y permitirían mejora la calidad de vida de la población local.

Éste era el proyecto inicial, la misión. Ahora bien, una vez allí y valorados los recursos de los que disponíamos para realizar el proyecto, y viendo que podíamos hacer mucho más, hemos acabado reformando la sala de partos, construyendo una nueva fosa séptica y un nuevo almacén, hemos instalado un grupo electrógeno y un depósito de agua con una bomba para dar servicio de ambos fluidos durante los múltiples cortes que se producen.

Visto así puede parecer sencillo, y de hecho lo es. O debería serlo en Europa. Acostumbrado a hacer un plano y supervisar que se ejecuten los trabajos según lo planificado, cuesta entender que no hagas ningún caso a los planos ni a las instrucciones, sobre todo cuando te dicen que se les ha hundido la fosa séptica dos veces y que la están volviendo a construir. Y uno se queda a cuadros cuando intenta explicar que el método de construcción es anticuado, que si construyen a nuestra manera, según el proyecto, acabarán antes y gastando menos dinero, y encima te responden: "aquí en Mali se trabaja así, tú observa y aprende".

Una reforma de este calibre no nos habría ocupado más de dos o tres meses, mientras que en Mali nos ha llevado casi un año entero. Durante estos meses que he ido y venido, al final he acabado aprendiendo mucho. Y no me da vergüenza decir que realmente he aprendido más yo de mis compañeros de proyecto en Bamako que ellos de mí.

He aprendido que la necesidad hace que te espabiles. Paseando por el barrio, que me gusta hacerlo cada vez que puedo, he visto que está vivo, no sólo porque siempre está lleno de gente en la calle, sino porque evoluciona, cambia, mejora día a día, "poco a poco". Sus habitantes, sin demasiados recursos económicos, ni el soporte de las administraciones locales que todavía disponen de menos recursos económicos, hen conseguido dotar al barrio de una escuela y un centro de salud. Educación y sanidad. ¿No son éstos dos de los pilares básicos de nuestro estado de bienestar?

También he redescubierto el valor de la sabiduría de los ancianos. Tuve el placer de asistir a unas reuniones de la asamblea de vecinos, formada básicamente por los ancianos de la comunidad, y me di cuenta de que se respeta perfectamente el turno de palabra, que un puñado de cacahuetes puede ser el entretenimiento de una conversación fantástica, que los ancianos tienen la última palabra, que si la charla debe durar dos horas, se alarga dos horas, y que las personas van y vienen cuando les va bien y el respeto se mantiene.

He aprendido que vivir a cámara lenta es igual de productivo que vivir a toda velocidad. Siempre que llego a Bamako paso un primer momento de estrés, debido a las insoportables colas del aeropuerto para llevar a cabo los trámites de visados, maletas, etc. Pero una vez cruzas la aduana y coges el equipaje, todo vuelve a ir a otra velocidad. De entrada, la mayoría de taxis son tan viejos y están tan estropeados que no tienen cinturón de seguridad. Y el trayecto del aeropuerto al hotel, que debería durar unos quince minutos, te lleva media hora. Pero al final es un lujo ya que te permite ver la ciudad y la vida en sus calles. Incluso un día que llovía vi a gente duchándose en la calle, de noche, bajo la tenue luz de una farola que dudaba entre seguir iluminando o apagarse.

He aprendido que los niños son niños, aquí y en cualquier otro lugar del mundo. Y que al final, aunque no hables bámbara, te puedes entender con cualquier persona si pones voluntad. También me he dado cuenta de que aquí quizás dedicamos demasiado tiempo a las criaturas y que queremos ofrecerles un entorno perfectamente controlado, sin peligros, casi aséptico. Mientras que allá he visto a los niños igual de felices, o más, que los nuestros campando por la calle todo el día. He visto sonreír a un niño con una rodaja de sandía mientras le chorreaba el jugo por las comisuras de la boca. La cara de ilusión con la sandía me recordaba a la mía con el primer mango que comí acabado de coger del árbol, en su punto justo de maduración. Y recuerdo cómo me bajaba el jugo por las mejillas, ¡era tan dulce! Y fui feliz.